Siempre es complicado caminar por
nuevos senderos si el bosque es tan frondoso, altivo oscuro e intricado como lo
es la vida. A veces, es necesario exhalar aire, parar, contemplar la quietud del cielo nocturno y
reflexionar… porque en él se halla el saber del hombre. El cielo nocturno es
como un gran y hermoso manto azabache perlado de destellos blancos, en su
inmensidad está su misterio, en su misterio el pavor que nos causa y en su
grandeza pavorosa su belleza etérea y misteriosa, tal es la vida, un manto
oscuro que nos envuelve y en el que vemos destellos de luz que nos sorprenden y
nos animan, dolor y sufrimiento con haces de calidez, ternura y felicidad. ¿No
es verdad Cuando paras para respirar todos tus recuerdos acuden en tropel? Buenos
y malos pensamientos luchan por ocupar su espacio y cuando quieres reaccionar
ya estás pensando en mil cosas. Un año después de escribir mi última línea, un
año después de firmar mi última reflexión, en uno de esos momentos de íntimo
pensar, mientras mi imaginación se perdía en la noche otoñal, me pregunté:
“¿Por
qué dejé de escribir?”
La respuesta
vino a mí en forma de conocidísima cita: “Todo
acto forzoso se vuelve desagradable”. Y, ciertamente, escribir, dejó de ser
un cortés galanteo, una seducción de amante enamorado para convertirse en un
casamiento obligado, en un forzoso trabajo rutinario, lo que llevó a una
inevitable ruptura. Lo interesante de las rupturas es que siempre queda un
camino a la posible reconciliación, y ¡qué hay más humano y más dulce que una
reconciliación! Ese momento en el que la chispa ya ahogada cual hoguera
enterrada vuelve a encenderse y brota con la misma luz, calidez y frescor que
la primavera en pleno florecer.
Hoy, vuelvo al
papel en blanco, fuera, la lluvia cae con fuerza, el olor a tierra húmeda se
entremezcla con aroma de mi té recién hervido, siento que este es el momento
perfecto para iniciar un nuevo camino.
El Jovencito Hablador