viernes, 4 de mayo de 2012

EL JOVENCITO HABLADOR.REVISTA SATÍRICA DE COSTUMBRES. Nº5 "LOS TOROS".


LOS TOROS.

"No falta razón, que esta fiesta bruta 
 sólo ha quedado en España, 
 y no hay nación que una cosa 
 tan bárbara e inhumana 
 si no es España consienta
."

Lope de Vega

“muerte, muerte, muerte…” y, por un instante, quedaba el Coliseo en silencio, encogidos los corazones, expectante… cincuenta mil ojos se centraban en  la figura del César que, con un gesto descendente del pulgar, daba la sentencia ansiada,  provocando una tormenta de alaridos que crecía desmesuradamente, colmando de un sonido estruendoso la arena, que acogía, eufórica, un sinfín de cuerpos sin vida… Hace ya dos mil años de aquellos sangrientos juegos, sí, se les llamaba “juegos”. En ellos, seres, ansiosos de sangre que habían sido educados en la escuela de la guerra, llenaban los anfiteatros deseosos de sangre y muerte, hasta que un sabio tuvo el valor de erradicar estas nefastas prácticas, o al menos eso pensaba yo…

Estando yo sentado una mañana de verano en un banco de barrotes color azabache, leyendo con atención el segundo artículo de un autor novel cuyo estilo atrajo mi atención, me vi sorprendido por una llamada telefónica. Aparté la vista del periódico, dejando sin terminar de leer el artículo <<el parque>> que así se intitulaba, vi una llamada perdida, y a la hora, recibí la visita de un inglés muy amigo mío. Apenas había deshecho las maletas, John, que así se llama, cuando ya estaba, nuestro inglés, sobre chanclas playeras y calcetines, con las bermudas colocadas y la camiseta quitada. Un día le bastó para que su piel blanca se tornara en lo que aquí se suele llamar cómicamente “rojo gamba”, un día le basto para pasar de caballero inglés a “guiri”. Mientras aprovechaba las horas del mediodía para dar alguna cabezada y empinar el codo, no sin antes decir que lo hacía porque era “típico de aquí”, repetía constantemente: “flamenco” (con chasqueo de los dedos), “toros”… Yo, en vista del gusto que mostraba por nuestra tradición o, al menos lo que venden por aquí y allá, como “nuestra tradición”, decidí complacerlo; en España es casi un deber complacer al inglés; y, aunque no había pisado jamás una plaza de toros, quise llevarlo a una de esas necrópolis donde se práctica el denominado “arte” del toreo; Así, el con cara de niño que va por primera vez al zoo y yo con cara de hombre que va con su mujer por decimocuarta vez al cine a ver una película romántica, acabamos, ambos, de camino a una plaza de toros.

Una vez allí, a eso de las cinco de la tarde, la gente comenzó a congregarse y a acomodarse en sus asientos; pude ver como la tierra amarillenta, árida y fina se movía con la suavidad de algún suspiro de viento, inquietante calma la que presentaba la arena antes de la corrida. Podía oír a las personas que nos rodeaban, charlar y reír como si estuvieran acomodadas en una cafetería, mientras mí mente evocaba la imagen de una enorme jaula cuya arena, ahora sosegada, y cuyo calor, semejaban a un desierto circular cercado donde apresar a una víctima para que luche agónica por sobrevivir sin posibilidad de supervivencia. Podía escuchar de las almas de los congregados el eco de antaño resonando más fuerte que sus nimias charlas: “muerte, muerte, muerte…”

            Mi amigo John exhibía una mezcla de curiosidad y sorpresa por el ambiente que estábamos viviendo, y, con alegría, me señalaba una y otra vez el centro de la plaza, ya que la corrida iba a dar comienzo… Todo empezó con el llamado “paseíllo”, un paripé muy apropiado para los tiempos medievales. El torero salió a la arena con su traje dorado, como el héroe aclamado que viene de conquistar una nueva ciudad para su vasto imperio, teniendo como recompensa lucirse, mostrando sus habilidades para matar, ante el pueblo que lo aclama; andar altanero, traje llamativo y gestos de triunfador, así se presentó el alabado protagonista, mientras yo no pude evitar reírme a carcajadas con su orgulloso porte y caminar altanero, viendo la ridiculez del atuendo que llevaba: dorado con mallas rosas rematado con un sombrero negro cuyos flancos eran dos moños, sí lectores algo digno de llevar con orgullo... A continuación se abrió la cárcel que encierra a la víctima, que al ser animal no se considera como tal; aunque el público lo tomó como el enemigo o como la bestia, lo cierto es que yo no sabría decirles cuál es la bestia.

Después de la presentación, vino el primer “tercio”, en el que el torero se dedicó a jugar con el toro, haciéndolo correr, cansándolo, como el gato que juega con el ratón antes de comérselo; humillándolo y dirigiendo, tras cada capotazo, una mirada orgullosa al público que le respondía con clamorosas palmas, siendo su chulería, valentía. El animal, tras un buen rato de carreras crueles, comenzó a fatigarse, a luchar contra el sol, contra el cansancio, contra las provocaciones del torero y contra el clamor del público, mientras el vitoreado “caballero” se burlaba una y otra vez de él, siendo loado por ello. Llegados a este punto, con el toro fatigado de arremeter contra el aire, ya mareado, ya exhausto, entraron dos señores a caballo portando una pequeña lanza que semeja al “pilum” romano, y acto seguido, empezaron a clavarle las llamadas “banderillas” que con cada impacto perforaban el lomo del animal, provocándole una enorme herida de cuyo dolor emanaba un fuerte grito de sufrimiento. Las banderillas, a su vez, se quedaban insertadas, hiriéndole y provocándole aún más dolor con cada movimiento. Ante aquel horror, quise desviar la mirada, levantarme y salir de allí, pero no pude dejar de ver cómo de los profundos ojos negros de aquel animal, emanaban pedacitos de vida en forma de lágrimas, cómo sus envites eran cada vez menos vigorosos, cómo lo que yo había conocido como un animal lleno de vitalidad, ahora pugnaba por respirar, por evitar que se le fuera la vida… El toro, lejos de quejarse de dolores o males seguía luchando con sus últimos alientos, derramando en cada embestida ya sin fuerza, dos lágrimas de sus ojos llorosos que se mezclaban con la sangre que brotaba de sus heridas, demostrándole a los descerebrados espectadores qué es la valentía. Cuando el animal ya no pudo más como consecuencia de las heridas infringidas, se quedó unos instantes quieto, con la mirada pérdida, probablemente desorientado, sintiendo verdadero pavor al notar el frío gélido que emana de la muerte… El torero, lejos de sentir pena, al ver que ya no divertía a su público, decidió propinarle la estocada final, clavándose el toro de rodillas para caer pesadamente de lateral después, manchando la arena de sangre inocente. John no articuló palabra, yo tampoco. Solo quedó en nuestras mentes la eterna imagen de lo que es uno de los símbolos de nuestra tradición. En apenas unas horas, el toro pasó de animal encarcelado a animal que sufre, agoniza y perece a costa de la diversión de un público que vitorea al torero, elogiando con alabanzas a un asesino que unas mentes ciegas llaman “artista”, siendo verdaderos artistas los que lucharon por erradicar este acto gratuito de dolor y sufrimiento.

EL JOVENCITO HABLADOR

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