LOS TOROS.
"No falta razón, que esta fiesta bruta
sólo ha quedado en España,
y no hay nación que una cosa
tan bárbara e inhumana
si no es España consienta."
sólo ha quedado en España,
y no hay nación que una cosa
tan bárbara e inhumana
si no es España consienta."
Lope de Vega
“muerte, muerte,
muerte…” y, por un instante, quedaba el Coliseo en silencio, encogidos los
corazones, expectante… cincuenta mil ojos se centraban en la figura del César que, con un gesto
descendente del pulgar, daba la sentencia ansiada, provocando una tormenta de alaridos que
crecía desmesuradamente, colmando de un sonido estruendoso la arena, que acogía,
eufórica, un sinfín de cuerpos sin vida… Hace ya dos mil años de aquellos
sangrientos juegos, sí, se les llamaba “juegos”. En ellos, seres, ansiosos de
sangre que habían sido educados en la escuela de la guerra, llenaban los
anfiteatros deseosos de sangre y muerte, hasta que un sabio tuvo el valor de
erradicar estas nefastas prácticas, o al menos eso pensaba yo…
Estando
yo sentado una mañana de verano en un banco de barrotes color azabache, leyendo
con atención el segundo artículo de un autor novel cuyo estilo atrajo mi
atención, me vi sorprendido por una llamada telefónica. Aparté la vista del
periódico, dejando sin terminar de leer el artículo <<el parque>> que así se intitulaba,
vi una llamada perdida, y a la hora, recibí la visita de un inglés muy amigo
mío. Apenas había deshecho las maletas, John, que así se llama, cuando ya
estaba, nuestro inglés, sobre chanclas playeras y calcetines, con las bermudas
colocadas y la camiseta quitada. Un día le bastó para que su piel blanca se
tornara en lo que aquí se suele llamar cómicamente “rojo gamba”, un día le
basto para pasar de caballero inglés a “guiri”. Mientras aprovechaba las horas del
mediodía para dar alguna cabezada y empinar el codo, no sin antes decir que lo
hacía porque era “típico de aquí”, repetía constantemente: “flamenco” (con
chasqueo de los dedos), “toros”… Yo, en vista del gusto que mostraba por
nuestra tradición o, al menos lo que venden por aquí y allá, como “nuestra
tradición”, decidí complacerlo; en España es casi un deber complacer al inglés;
y, aunque no había pisado jamás una plaza de toros, quise llevarlo a una de
esas necrópolis donde se práctica el denominado “arte” del toreo; Así, el con
cara de niño que va por primera vez al zoo y yo con cara de hombre que va con
su mujer por decimocuarta vez al cine a ver una película romántica, acabamos,
ambos, de camino a una plaza de toros.
Una vez allí, a eso
de las cinco de la tarde, la gente comenzó a congregarse y a acomodarse en sus
asientos; pude ver como la tierra amarillenta, árida y fina se movía con la
suavidad de algún suspiro de viento, inquietante calma la que presentaba la
arena antes de la corrida. Podía oír a las personas que nos rodeaban, charlar y
reír como si estuvieran acomodadas en una cafetería, mientras mí mente evocaba
la imagen de una enorme jaula cuya arena, ahora sosegada, y cuyo calor, semejaban
a un desierto circular cercado donde apresar a una víctima para que luche
agónica por sobrevivir sin posibilidad de supervivencia. Podía escuchar de las almas
de los congregados el eco de antaño resonando más fuerte que sus nimias charlas:
“muerte, muerte, muerte…”
Mi amigo John exhibía una mezcla de
curiosidad y sorpresa por el ambiente que estábamos viviendo, y, con alegría,
me señalaba una y otra vez el centro de la plaza, ya que la corrida iba a dar
comienzo… Todo empezó con el llamado “paseíllo”, un paripé muy apropiado para
los tiempos medievales. El torero salió a la arena con su traje dorado, como el
héroe aclamado que viene de conquistar una nueva ciudad para su vasto imperio,
teniendo como recompensa lucirse, mostrando sus habilidades para matar, ante el
pueblo que lo aclama; andar altanero, traje llamativo y gestos de triunfador,
así se presentó el alabado protagonista, mientras yo no pude evitar reírme a
carcajadas con su orgulloso porte y caminar altanero, viendo la ridiculez del
atuendo que llevaba: dorado con mallas rosas rematado con un sombrero negro
cuyos flancos eran dos moños, sí lectores algo digno de llevar con orgullo... A
continuación se abrió la cárcel que encierra a la víctima, que al ser animal no
se considera como tal; aunque el público lo tomó como el enemigo o como la
bestia, lo cierto es que yo no sabría decirles cuál es la bestia.
Después
de la presentación, vino el primer “tercio”, en el que el torero se dedicó a
jugar con el toro, haciéndolo correr, cansándolo, como el gato que juega con el
ratón antes de comérselo; humillándolo y dirigiendo, tras cada capotazo, una
mirada orgullosa al público que le respondía con clamorosas palmas, siendo su
chulería, valentía. El animal, tras un buen rato de carreras crueles, comenzó a
fatigarse, a luchar contra el sol, contra el cansancio, contra las
provocaciones del torero y contra el clamor del público, mientras el vitoreado “caballero”
se burlaba una y otra vez de él, siendo loado por ello. Llegados a este punto,
con el toro fatigado de arremeter contra el aire, ya mareado, ya exhausto,
entraron dos señores a caballo portando una pequeña lanza que semeja al “pilum” romano, y acto seguido, empezaron
a clavarle las llamadas “banderillas” que con cada impacto perforaban el lomo
del animal, provocándole una enorme herida de cuyo dolor emanaba un fuerte
grito de sufrimiento. Las banderillas, a su vez, se quedaban insertadas, hiriéndole
y provocándole aún más dolor con cada movimiento. Ante aquel horror, quise desviar
la mirada, levantarme y salir de allí, pero no pude dejar de ver cómo de los
profundos ojos negros de aquel animal, emanaban pedacitos de vida en forma de
lágrimas, cómo sus envites eran cada vez menos vigorosos, cómo lo que yo había
conocido como un animal lleno de vitalidad, ahora pugnaba por respirar, por
evitar que se le fuera la vida… El toro, lejos de quejarse de dolores o males
seguía luchando con sus últimos alientos, derramando en cada embestida ya sin
fuerza, dos lágrimas de sus ojos llorosos que se mezclaban con la sangre que brotaba
de sus heridas, demostrándole a los descerebrados espectadores qué es la
valentía. Cuando el animal ya no pudo más como consecuencia de las heridas infringidas,
se quedó unos instantes quieto, con la mirada pérdida, probablemente
desorientado, sintiendo verdadero pavor al notar el frío gélido que emana de la
muerte… El torero, lejos de sentir pena, al ver que ya no divertía a su
público, decidió propinarle la estocada final, clavándose el toro de rodillas
para caer pesadamente de lateral después, manchando la arena de sangre
inocente. John no articuló palabra, yo tampoco. Solo quedó en nuestras mentes
la eterna imagen de lo que es uno de los símbolos de nuestra tradición. En
apenas unas horas, el toro pasó de animal encarcelado a animal que sufre,
agoniza y perece a costa de la diversión de un público que vitorea al torero,
elogiando con alabanzas a un asesino que unas mentes ciegas llaman “artista”,
siendo verdaderos artistas los que lucharon por erradicar este acto gratuito de
dolor y sufrimiento.
EL JOVENCITO HABLADOR
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