viernes, 1 de junio de 2012

El loco miope. Capítulo II.

En viendo la buena acogida que tuvo mi delirio de hace algunos días al escribir sobre un loco, siendo yo más loco que el propio “loco miope”, y dándome habida cuenta de que mis lectores entienden y gustan de leer también otras cosas diferentes de los artículos de opinión y de los dramáticos, literales y metódicos relatos de hechos que colman las páginas de los aburridos periódicos, siendo esta variabilidad una ventaja exclusiva de nuestra libertad en el papel, y no olvidando nunca aquello de «Et per tal variar natura è bella» (y por variar la naturaleza es bella) Serafino Aquilano, quise hoy, recuperar otro pedacito de las muchas andanzas de este joven cuya extraña enfermedad asombró a todos.

  Hallábase, una mañana de primavera, «el loco miope», que así le habían apodado ya sus vecinos, recién entrado y recién sentado en un cómodo sillón de piel, en la consulta de un reputado psicólogo que vestía con traje azul marino, camisa blanca y corbata malva, portando gafas cuadradas de montura color oro. Una vez se hubieron saludado ambos, el psicólogo comenzó a entablar conversación con nuestro loco, intentando hallar esa extraña locura de la que le habían hablado sus familiares. Pero a diferencia de lo que pensaba por lo oído, lo que se encontró el psicólogo fue a un hombre totalmente cuerdo que respondía con total coherencia; así, dada la situación, el psicólogo hubo de indagar más profundamente en la mente de su paciente. Viendo que Santiago seguía respondiendo con la mayor normalidad, si es que existe tal estado, decidió hablarle del momento en que le acometió por vez primera su locura, así, empezó a recordarle el momento en que estaba bajo el árbol leyendo un ejemplar de El Quijote; de repente, al hablar de aquel momento, le avino a nuestro protagonista uno de los arrebatos que, al instante, y ya sin cordura, dijo así: «Calle doctor, menos parlotear con terminología pedante y ya que hablamos de árboles, haga el favor de bajarse de ese en el que vive…» El psicólogo, confuso, le respondió amablemente intentando mantener ese estado de «anormalidad» y acto seguido le preguntó: «¿Por qué no quieres que tu familia te traiga aquí? Yo solo quiero ayudarte.» Tras oír aquello, Santiago se levantó del sillón, cerró los ojos e hizo gestos con la mano derecha como de estar acariciando inexistentes flores, y entonces, dijo así: «Doctor, yo ahora soy libre… Los políticos quieren ayudarme, los médicos quieren ayudarme, los indignados quieren ayudarme, mi familia quiere ayudarme, todos quieren ayudarme y la única verdad es que usted quiere ayudarme porque cobra al final de mes, la única verdad es que parece ser que todos ayudan esperando recibir algo a cambio…» Una vez hubo dicho esto, abrió los ojos, se giró y caminó hacia la puerta, la abrió y antes de cerrarla, miró de nuevo al doctor, que lo llamaba para evitar que se fuera, y dijo: «Una cosa más doctor, ¿volveremos a vernos? Sí, pero aún no» Sonrió y repitió: «Aún no…»[1] Una finísima ironía que dejó al psicólogo pensativo…
  Esa misma tarde, ya fuera de la consulta del psicólogo, iba nuestro joven camino de su casa cuando al intentar cruzar un paso de peatones, se vió sorprendido por un conductor inepto, que en lugar de parar, como dictan las normas, pasó a escasos metros de él poniendo en peligro su vida, para frenar segundos después en un semáforo en rojo que había un poco más abajo. Santiago viendo al coche parado, y en unos de sus estados de delirio, cogió una piedra del suelo y con toda la fuerza que pudo concentrar, la lanzó contra el vehículo destrozando todo el cristal de detrás. El conductor al oír aquel estruendo salió del coche enfadadísimo, gritando e insultando a nuestro loco que solo respondía con una sonrisa. “¿Tú estás loco o qué?” decía el conductor con gestos de enfado, “¿eres idiota o imbécil?” seguía diciendo el conductor mientras avanzaba hacia Santiago con furia e incredulidad. Nuestro loco seguía impasible, como si todo aquello no fuera con él, hasta que el conductor llego adonde él estaba: “¡eso me lo pagas!”, dijo enfadado el conductor, “¿me habla usted a mí?” dijo con una sonrisa Santiago, “encima cachondeo” respondió el conductor, “el cristal me lo pagas o llamo ahora mismo a la policía, loco, que estás como una cabra” dijo de nuevo el conductor, a lo que respondió nuestro miope: “adelante, caballero, llame usted a la policía…”, “sabe, acabe de saltarse usted un paso de peatones poniendo en peligro mi vida, y ni siquiera se ha parado a disculparse; no hablamos de quitarme un billete, hablamos de una vida. Y me viene usted diciendo que le he roto un cristal… ¿Me cambia usted su vida por el cristal de mi coche? ¿Es mucho pedir hacer una parada de un segundo para permitir que una persona pase? Aquí el único idiota que hay es usted que conduce sin saber lo que tiene entre las manos…”

  Un episodio más le acaeció a nuestro loco aquella tarde, y es que estando Santiago sediento, decidió entrar a un bar a pedir algo para beber, pero justo antes de entrar se encontró en la puerta un coche estacionando en un aparcamiento para minusválidos. Una vez estacionado el vehículo, salió de él un joven con gafas de sol, vaqueros y cazadora negra que con andar altivo entró en el bar y se sentó a esperar a la camarera. Santiago, observó que todos los que estaban sentados en la terracita del bar habían visto aquello, sin embargo, nadie dijo nada. El joven pidió una cerveza y se acomodó en la silla. Nuestro loco también entró en el bar, pidió un zumo de naranja pero antes de tomárselo, le vino otro de sus arrebatos de locura, así, se acerco a una de esas sombrillas que ponen en las terracitas para evitar el sol, la cerró, y se fue hacia el joven que le miró extrañado; sin mediar palabra, le asestó un violento golpe con el palo de la sombrilla en las piernas provocando los gritos del joven, y entonces, dijo en voz alta “ahora ya tiene bien aparcado el coche”.


EL JOVENCITO HABLADOR


[1] «¿Volveremos a vernos? Sí, pero aún no, aún no…» Cita literal cogida de la película «Gladiator» de Ridley Scott.

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