domingo, 7 de abril de 2013

¿Amas? Dilo abiertamente.

“Intentar acallar la voz del corazón es arrancarse la vida latido a latido, es expirar dejando escapar cada aliento vital”. El J. Hablador.
En un pequeño santuario religioso, situado entre frondosos árboles y enclavado en una altísima montaña, donde no sabría decir qué religión se practicaba, convivían veintinueve monjes y una monja que juntos asistían a las enseñanzas de un afamado maestro; no era nada fácil entrar a formar parte de este grupo de privilegiados, solo los que demostraban cualidades conseguían ser aceptados por el mentor que regía aquel templo sagrado. Solo había una mujer en el selecto grupo, que por nombre tenía el de María, una mujer bellísima, aún estando vestida con ropas propias de lo que se exigía en el santo lugar en el que cada día se reunían todos para la meditación. María era una mujer con unos preciosos ojos, fríos al mirar y cálidos al sonreír, unos labios finos y unas facciones delicadas; aunque cuando permanecía seria, daba impresión de ser distante y arisca, al sonreír dulcificaba completamente su apariencia. Su retiro de la vida y búsqueda de quietud interior, tenían que ver con las circunstancias que había vivido, y la mejor manera de hallar cierta paz interior, era escuchar hablar a la naturaleza que le susurraba con el soplo sibilante del viento y el movimiento oscilante de las hojas. La hermosura, casi angelical, de María, atraía, irremediablemente, las miradas de los monjes del templo, a pesar de ser hombres de un tesón inquebrantable y una voluntad férrea bien conocidas. Pero el amor es una fuerza incontrolable que no hay muro o fortaleza que la detenga, ni grillete o cárcel que la retenga y la belleza de María era tal, que tenía cautivos, incluso, unos corazones entrenados contra el arrebato de las pasiones; así, muchos de los monjes que la rodeaban, la amaban secretamente, y, conocedores de su imposible amor, permanecían en silencio porque lo contrario supondría la expulsión y el desprecio de por vida. Pero el silencio no duraría eternamente… Intentar acallar la voz del corazón es arrancarse la vida latido a latido, es expirar dejando escapar cada aliento vital… 

Una mañana de primavera, María, al despertar, se encontró con un sobre que estaba en el suelo y que parecía haber sido echado por debajo de la puerta; su humilde cuarto solo tenía una cama, una pequeña mesa de madera junto a su cama y un modesto armario caoba ajado por el tiempo. Recogió el sobre y en él se leía: 

Querida María:

Sé que con esta pluma que te escribo en la hoja de papel que lees, quiebro los muros que han de separarnos y reto a las leyes que nos rigen. Aun sabiendo que no es posible vencer en esta contienda y que más valdría rendirse y entregarse a la amarga realidad, soñaré que es posible encontrarte, rodeada del verdor y la frescura primaveral, bañada por los rayos dorados del sol, exhibiendo la sonrisa más hermosa que vi, veo y veré, sin nada que me aflija, con la mente tan limpia y cristalina como la mañana que te entrego esta carta, y, allí, perdido en tus ojos en confusa ensoñación, no temeré vivir ni morir, no temeré ni a vivos ni a muertos, no temeré a la vida ni a la muerte, solo me acercaré a ti con el corazón palpitando acelerado, y sin pensar nada más, te besaré y te amaré por siempre, en un instante fugaz que será nuestro eternamente. 

Si quieres saber quién soy, te espero en el árbol que hay junto al río en la próxima aurora. 


El sol se había puesto tras las montañas, todos los monjes y María estaban ya en silencio sentados sobre el frío mármol que con la retirada del sol era casi como el hielo, con los ojos cerrados y perdidos en innumerables pensamientos. María solo tenía una cosa en mente, aquello que había leído. Después de pensarlo mucho, finalmente, abrió los ojos, recorrió con la mirada todos aquellos rostros silenciosos, y en un arranque de valentía, se levantó, y, arriesgándose a ser expulsada del lugar más preciado que había conocido, infringiendo una de las normas más sagradas del templo, interrumpir la meditación, rompiendo con el silencio que imperaba en la sala, dijo, con voz clara y firme: -“¡Si me amas, dilo aquí y ahora, dilo abiertamente!” Los monjes quedaron atónitos... Su maestro sonrió. 

Con estas palabras, María dio una lección de valentía a todos los hombres que compartían aquella silenciosa sala, y, en especial, al monje que le había escrito desde el silencio y el anonimato.

EL JOVENCITO HABLADOR.

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